Esta visita no tiene desperdicio. Si tienes tiempo y ganas de coger el coche, no pierdas más tiempo en Wellington y dirígete a la Seal Colony del Cabo Palliser. A 2’30h de la capital, hay que atravesar una carretera de montaña muy serpenteante, primero subirla y luego bajarla, con un paisaje increíble; después, tendrás que seguir por grandes pastos verdes que acaban en la carretera del Cabo, justo al lado del mar.
Nada más que el paisaje en el coche ya merece la pena:
caballos abrigaditos con un frío que pela y ovejas por todos lados, que parecen
bolitas en las colinas.
Asegúrate de que tienes el depósito lleno, porque por la zona
no hay ni una gasolinera, los pueblos son pequeñísimos y los conforman unas cuantas casas
diseminadas.
Antes de llegar al cabo, para un poco en el pueblo pesquero de Ngawihi, Ngawi, pronunciado Nae wee. Está a 5 kilómetros del Cabo Palliser y en él te llamarán la atención los bulldozers que utilizan para llevar las barcas al
mar, ya que no tienen puerto, ni ningún otro acceso al océano, como no sea la
peligrosa playa. Presumen de ser el pueblo con más bulldozers por persona del
mundo.
El cabo se encuentra en los pináculos de Putangirua, una
reserva paisajística preciosa. Se accede a ellos por un sendero cercano al
aparcamiento de Cape Palliser Road, siguiendo el cauce de un arroyo y se tarda 1'30h en llegar.
Yo dejé el coche cerca del aparcamiento, en un
grupo de casas que hay al lado. No me atreví a pasar el coche por el camino, porque estaba en muy malas condiciones por las lluvias y lleno de grava.
Empecé a andar y pronto sentí un fuerte olor que no
reconocí, pero que pronto me daría cuenta de que así es como huelen las
focas. Y no es precisamente muy agradable. Pero se pasa pronto con la alegría
que da el descubrirlas.
Me iba a acercar a una roca para sentarme un rato, cuando me
sorprendió un gruñido que me acojonó. ¡La roca era una foca! Menos mal que no llegué a acercarme del todo. El camino estaba lleno de ellas.
Esta es la mayor colonia de focas de la isla sur. Había por
todos lados. En la playa me encontré con dos lugareños que me llevaron a ver la colonia de bebés. Atravesé con ellos las rocas, pasando muy cerquita de
las focas grandes para disfrutar de las vistas. Y los gruñidos, cuando nos
acercábamos demasiado, eran aterradores. No obstante, mis guías sabían
mucho del lugar y de estos animales, porque habían vivido toda su vida allí. Me dijeron que no debíamos acercarnos demasiado a las grandes y que siempre les
teníamos que dejar visible un camino de escape al mar. Porque gruñen cuando se
sienten amenazadas y salen corriendo buscando el agua llevándose todo lo que
pillan por medio, incluso pueden llegar a morder si están muy asustadas.
Iba a seguir mi camino hasta el faro, donde me esperaban sus 250 escalones, pero mis nuevos amigos me dijeron que había peligro
de inundaciones y que debía volver pronto a Wellington, pues ya había varios
accesos cortados.
Como no sabían si podía volver o no y yo tenía miedo porque debía coger el ferry por la noche, me llevaron a su casa – a la
que entramos quitándonos los zapatos, como buenos neozelandeses. Allí empezaron
a llamar a amigos que vivían cerca de los puentes inundados, para saber si se podía pasar o no. En un mapa me apuntaron los caminos de cabras alternativos y me dijeron que tenía que correr
porque de los tres caminos posibles, sólo seguía abierto uno, los demás
estaban inundados. Y éste último era muy probable que lo cortaran pronto.
Gracias a su amabilidad, me fui siguiendo sus
indicaciones. ¡Menos mal que no seguí mi plan inicial de continuar
hacia el faro! Fui el último coche en atravesar el puente. Después, las autoridades lo cerraron al paso.
Aun así, el camino de vuelta fue horroroso. Lluvia
torrencial, viento de Wellington y, encima, niebla en la zona de montaña…
bufff. Hubo unos tramos en los que me patinaba la caravana en las curvas…