Me levanté tempranito, con toda la ilusión del mundo, para aprovechar bien el día. Levantarse y encontrarse con estas vistas desde el porche, es una experiencia única.
Después de una ducha y de recoger todo mi equipaje, para dejarlo todo listo, fui a desayunar a la zona común. Pan con
mermelada, huevos revueltos, café, té… todo preparado para comenzar nuestro segundo
día entre elefantes.
Para abrir boca nos dirigimos hacia el embarcadero para
tomar una barquita estrechísima, en la que nos montamos seis personas. Estabas
tan cerca del agua, y se tambaleaba tanto… Me gustó. En ella fuimos hacia un
observatorio para ver uno de los milagros del centro de Sayabouri: una de las
crías que están consiguiendo que nazcan aquí.
Vino acompañada de su madre y de su mahout. El
vínculo entre el mahout y su elefante llega a ser tan fuerte que, cuando el
mahout se muere, el elefante se pone triste y llora… increíble.
La cría estaba poco participativa porque no le
gustaba la llovizna que estaba cayendo y sólo quería estar con su madre,
escondiéndose debajo de sus piernas. Cuando llegó el momento del baño, gruñía
porque quería irse al bosque. Y eso que nos dijeron que le encantaba el agua,
nadar, bucear y jugar en el lago. Aun así, fue maravilloso.
Después de hacer cientos de fotos y de disfrutar en
silencio de esos preciosos momentos, cogimos de nuevo la barquita para volver
al centro y juntarnos con el resto de visitantes. La siguiente parada fue para
encontrarnos, de nuevo, con los elefantes y aprender hoy unas lecciones básicas
de cómo guiar a uno de ellos. Ve hacia delante, párate, gira a la derecha,
agáchate para que me pueda bajar… El elefante sabía perfectamente lo que tenía
que hacer al escuchar nuestras indicaciones y las de su mahout.
Una vez saciados de los paseos (que es lo que más
nos gustó a todos), pudimos estar más tiempo con ellos acariciándolos y
dándoles de comer.
Al rato llegó una voluntaria neozelandesa que se
encargó de enseñarnos el hospital y de explicarnos las actuaciones que llevaban
a cabo allí. Vimos cómo les limpiaban las pezuñas, cómo los medían… y acabamos
delante de un gigantesco esqueleto para ver cómo eran sus huesos.
Desgraciadamente, tuvimos que volver al porche a
tomar nuestra última comida allí y coger la furgoneta que habíamos alquilado
entre la familia catalana, una pareja de suizos y nosotros. Nos salió tan
barato como si hubiéramos cogido el autobús, porque repartimos los gastos entre
todos. Y sin el apuro de que te pudiera tocar viajar en el pasillo del bus (en taburete de plástico o en el suelo).
Mi visita a Laos no hubiera tenido sentido si no
hubiera venido aquí. Fueron tan sólo dos días y me arrepiento de no haberme
podido quedar más. Aprendí tanto y vi tantos paisajes salvajes, que lo echo de
menos. Es como si me llamara para que volviera pronto, sobre todo cuando me
levanto y está lloviznando. Entonces me acuerdo de mi elefante y sonrío.
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