Mi viaje hacia Sayabouri (o Xayabouri / Sainyabuli lo he
visto escrito de todas estas formas) comenzó con un tuk tuk que me recogió en
mi hotel para llegar a la estación sur de autobuses, desde donde salía el
mío. Todo el mundo me dijo que ir por mi cuenta era arriesgado porque
estaba lejos y porque los conductores se podían confundir de estación y, así,
perder el viaje.
Así que reservé el autobús en una agencia de
viaje del centro de Luang Prabang. Ellos gestionaron la reserva de billete y el
tuk tuk. No me salió nada caro. El billete estaba numerado, genial para poder
pillar un sitio decente.
Estación sur de autobuses de Luang Prabang:
Nada más llegar a la estación, precaria donde las
haya, me indican dónde se encuentra mi autobús. Era el único en el que
había occidentales. No había pérdida, todos íbamos al mismo sitio.
Mientras esperábamos a que se abriera la puerta,
vimos como cargaban en el techo todo tipo de bultos, motos incluidas. Todo atado
con cuerdas. Sí, sí, se veía muy seguro todo aquello…
El autobús:
Cuando por fin nos abrieron, todo el mundo se
arremolinó y entró arrasando. Pero, si daba igual, si iban numerados (o eso
pensaba yo). Cuando me tocó entrar, por fin, tuve que echar a dos
jetas que se habían sentado en mi asiento.
El autobús había tenido épocas mejores. Todo estaba
cubierto por una chapa y plástico rosa con flores, lleno de roña. Roña acumulada
año tras año. Roña por todos lados. No se podía mirar bien por la ventana de lo
sucio que estaba el cristal por dentro, con una especie de mocos… puaj. El
techo era otro poema. Y tenía goteras. Y, sí, nuestro viaje fue pasado por
agua.
Lo mejor de todo fue cuando empezó a entrar gente
con unas sillitas de plástico, como los taburetes que usan en los bares de
Vietnam, estos chiquititos, y los fueron acoplando en el pasillo. Pero no todo
el mundo tuvo el privilegio de tener taburete, algunos fueron al suelo
directamente.
El autobús iba lleno de gente, todos los asientos
ocupados, todo el pasillo lleno de cabezas, y todo el techo lleno de trastos. Iba
a reventar aquello. Yo no sé ni cómo andaba. Un ruido sospechoso que hacía el
motor… y en las cuesta arriba se quedó parado un par de veces.
Nuestra vida estaba en manos de tres empleados: un
conductor, que no paraba de reírse y hablar por el móvil; su copiloto, que era
un niño de unos 7 años que no se estaba quieto; y un señor cuya función era:
¡sujetar la puerta! Sí, sí. Esa era su función. La puerta estaba rota y él se
pasó todo el trayecto de pie sujetándola con una cuerda. Increíble. Y más cuando
el niño va y se encuentra dos tornillos gordos de a saber dónde y se pone a
jugar con ellos.
El viaje:
El olor era insoportable. Había que abrir las
ventanas para despejar aquello, pero llovía y te mojabas (te mojabas más,
quiero decir, porque las goteras ya hacían su función). Así que, un sin vivir de
ahora cierro, ahora abro.
El paisaje era maravilloso, eso sí. Selva pura y
dura. Lo poco que distinguía a través de la roña del cristal era maravilloso y
virgen. A mitad del camino hicimos varias paradas sin sentido:
▪ Dos veces paramos para que dos viajeros les dejaran
un paquete a unos que estaban esperando en la carretera a la intemperie, en
mitad de la selva.
▪ Varias veces paramos porque alguien veía un puesto
de fruta, verdura, o lo que fuera y empezaba a gritar desde atrás. Entonces el
conductor paraba y ese alguien se bajaba a comprar. Era como si se le hubiese
antojado en ese momento comerse un plátano y había que parar al ver un puesto. Cuando
volvía de comprar a otro le daba envidia y también se bajaba… y así.
▪ Varias veces paramos para recoger a gente que
estaba en mitad del camino, pagaba, se subía y los del pasillo se tenían que
apretujar más para atrás.
▪ Una vez paramos a mear en la carretera, mujeres
incluidas. Ahí, sin pudor ninguno.
Claro, cuando alguien quería bajarse para alguno de
estos menesteres había un problema: el pasillo del autobús estaba repleto de
cabezas. Éstos tenían que levantarse, sujetar su taburete (el afortunado que
tuviera) en la cabeza y abrirse paso a empujones. Un ir y venir de gente… era
ya de cachondeo, de verdad. Sobre todo cuando paramos a recoger a un viajero
que venía tan contento con su tesoro: un bolsón de champiñones. Ni te imaginas cómo olía eso. Todo el mundo abriendo las ventanas a mansalva. Ahogándonos que
estábamos. Preferimos inundar aquello de agua a morir por asfixia. Increíble. Se
hizo eterno.
Pero tuvo su momento tierno también. Fue un momento
para ver el paisaje, para ver auténticos publecitos, lejos del escaparate
turístico de Luang Prabang. Allí puedes ver cómo vive la gente de verdad, cómo
son sus mercados… y puedes estar más cerca de la gente (y de sus champiñones) y sorprenderte. Sí, sorprenderte. A mi lado, en el pasillo, se sentó un
chico con taburete que llevaba un libro roto. No paró de estudiar en todo el
viaje. El libro era de química orgánica y él no paraba de subrayar. Y se
molestaba cuando se tenía que levantar para que alguien pasase por el pasillo, porque se lo estaba tomando muy en serio. Qué gran esfuerzo con tan poco. Estas
son las cosas que al final te quedan del viaje. Qué pena que no tuviera más
días, ni posibilidades de vivir más tiempo en el Laos auténtico y conocer mejor
a sus gentes.
ESTACIÓN DE AUTOBUSES DEL SUR (LUANG PRABANG)
También se llama estación de Bannaluang
Teléfono: 071-252066
Carretera 13, km 383
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