Mi vuelo salió
desde Buenos Aires a las 11’20 y llegué al aeropuerto de El Calafate a las 14’35.
Volé con Aerolíneas Argentinas y tuve que pagar el plus de equipaje en bodega. Las
vistas desde el avión eran maravillosas, el Lago Argentino en todo su esplendor
y las montañas nevadas.
El aeropuerto
de El Calafate es muy pequeño, tan sólo tiene una cinta para recoger el equipaje
y se arma un buen follón allí cuando salen las maletas. No hay casas de cambio,
pero sí un cajero.
Como no hay
ningún servicio de transporte público que salga desde el aeropuerto, me puse en
contacto con el hotel unos días antes para que me lo gestionaran ellos. Me cobraron
300AR$ y un minibús me llevó a la puerta del mismo hotel. El trayecto duró unos
15-20 minutos.
Después de
descansar un poco, me dispuse a visitar la ciudad de El Calafate. El lugar en
sí no tiene mucho que ver, tan sólo se llena por la noche cuando la gente
vuelve de sus excursiones. A esas horas parecía una ciudad fantasma. Pero, por
la noche, se llenó de gente todo el centro.
El Calafate
cuenta con un poco más de 21.000 habitantes y no tiene aún ni un siglo de
historia. Es pequeño, pero está muy desperdigado. No hay un servicio de transporte
público que sirva a los turistas, aunque tampoco hace falta porque lo importante
se puede ver andando un poquito.
La vida del pueblo
gira en torno a una avenida comercial, la Avenida del Libertador. Ésta está
llena de tiendas de souvenirs, de ropa de trekking y de esquí, y de
restaurantes y chocolaterías.
Esta avenida
está muy bien, pero en cuanto te sales de ella, pronto te encontrarás de
sorpresa con calles sin asfaltar y embarradas en invierno. Y perros callejeros.
Muchísimos. A pesar de ser callejeros, los cuidan mucho. Les ponen agua y comida en la puerta de las tiendas y mantas para que se tumben por la noche.
En medio de
este panorama no paras de toparte con excepcionales hoteles de lujo, cuyos
edificios son de los pocos altos que vi por allí y alguna que otra calle bonita.
Mi primera
parada fue para visitar la Laguna Nimez, una Reserva Ecológica Municipal en un
entorno envidiable. Se sitúa junto al Lago Argentino, así que el paisaje es
excepcional, con las montañas al fondo. En la reserva viven más de 80 especies de
aves.
Fuera de la
reserva, las vistas también son impresionantes. El lago y, al fondo, los Andes.
Estaba en medio de la estepa patagónica. Todo era tranquilidad. Llevaba ya unas
horas en El Calafate y no hay visto prácticamente a nadie por allí.
Deshice mis
pasos para volver a la avenida principal, compré algo en La Anónima, el famoso
supermercado de La Patagonia, y me dirigí hacia el Museo Regional. Sin embargo,
estaba cerrado a pesar de que, según el horario de Google, debería estar abierto.
Seguí todo
recto hasta una casita que me llamó la atención por las figuras que tenía en la
puerta. Se trataba de la Intendencia del Parque Nacional Los Glaciares. El edificio
está declarado Monumento Histórico Municipal y su parque está lleno de figuras
que muestran escenas de la vida cotidiana de los antiguos habitantes de la
zona. También hay un sendero interpretativo que explica la flora propia del
parque.
Un poco más
adelante me encontré con la famosa Chocolatería Laguna Negra, toda una
institución en La Patagonia por ser la fábrica de chocolate más austral del mundo.
Y es que su sede se halla en Ushuaia, que sería mi próximo destino unos días
más tarde. Allí me paré un rato a disfrutar de un buen submarino antes de
proseguir mi paseo.
Llegué andando
hasta la Plazoleta de los Héroes de las Malvinas y me di media vuelta porque
estaba ya anocheciendo. Justo entonces se llenó la avenida de gente. Un trasiego
bastante importante. De no ver a nadie andando por la calle, a estar rodeada de
turistas. Y es que El Calafate no deja de ser una ciudad dormitorio de los que quieren
hacer excursiones por los alrededores. Los minibuses salen muy temprano,
recogen a los turistas y los dejan en sus hoteles por la noche. Y es entonces
cuando la ciudad cobra vida.
La vuelta la
hice por la misma avenida, pero por la calle de en frente. Allí había unos
chicos con música alta, bailando y haciendo promoción del Yeti Ice Bar, un bar
de hielo que hay en El Calafate para los que no quieran ir al del Museo de los
Glaciares, que está fuera de la ciudad y al que se llega en autobús. Como yo ya
había vivido la experiencia de estar en un lugar parecido en Madrid, pues pasé
de largo y me adentré en una callejuela muy bonita que salía a mano derecha.
Había llegado
al Paseo de los Artesanos. Un lugar muy bonito, con casitas de madera que
albergaban locales comerciales dedicados a la artesanía y a los souvenirs de la
zona. Dada la hora que era ya, y que era temporada baja, muchos estaban
cerrados.
La cena la
hice en La Toldería, un local que aparecía en las guías de viaje por ser uno de
los que más vida tienen por la noche. Mereció la pena.
De camino al hotel, me
pasé por la iglesia de El Calafate, la Parroquia de Santa Teresita. Está
ubicada en una pequeña construcción de una sola planta y un campanario. En su
interior se encuentra la imagen de la patrona de Calafate, que
simboliza la paciencia y la aceptación de los dolores a través de la fe.
Justo en
frente, estaba la Plazoleta Perito Moreno, en la que hay una estatua del perito
más famoso del mundo.
Y, subiendo
la calle hacia mi hotel, vi la Primera vivienda de El Calafate. Porque ponía un
cartel en la puerta que, si no, no me entero. Con paredes de piedra y un
pequeño jardincillo, aún se mantiene en pie la primera casa que se construyó en
este lugar. Aunque necesita una renovación urgente.
Al día siguiente me esperaba un poquito de senderismo por El Chaltén.