Me costó mucho encontrar un vuelo de vuelta que se adaptara a mi plan de viaje. Al final, lo contraté a través de la página web Viajar.com. Conseguí un vuelo que salía de Petropavlovsk a las 11'55 con S7, operado por Globus y llegaba a Novosibirsk a las 13'55. Allí hacía una escala de 7 horas, en las que pensaba visitar el centro de la ciudad, y cogía otro vuelo a las 20'55 para llegar a San Petersburgo a las 21'35. Teniendo en cuenta todos los husos horarios que iba a atravesar, mi cuerpo se resentiría con las horas.
El precio de los billetes fue de 325€, pero sin equipaje. El equipaje lo tuve que gestionar aparte y me cobraron otros 50€ más.
La cosa ya pintaba mal. Llegué puntual al aeropuerto, me marearon con el equipaje, pagué la tasa de las maletas y pasé el check in. Allí nadie hablaba inglés y los anuncios de radio estaban todos en ruso. Se acercaba la hora de mi vuelo y allí no había movimiento.
Un señor vio mi pasaporte y empezó a chapurrear algo de inglés y español porque le gustaba mucho veranear en la Costa Brava, aunque ya les habían puesto tantas trabas para viajar a Europa que llevaba varios años sin poder ir. Me informó de que mi vuelo se había retrasado. Me dijo que no me preocupara, que eso era lo más normal en Kamchatka y que, seguramente, no nos enteraríamos nunca del motivo porque no lo solían decir.
Allí me quedé esperando. Mientras tanto, los rusos no perdían el tiempo: iban y venían cargados de bebida, llenando el único bar que había en la sala. Estuvimos esperando tres horas. Imaginaos cómo estaban ya los rusos de tanto beber. Había gente en la cola para entrar en el avión que no se podía sostener.
Hace años que las aerolíneas rusas prohibieron beber alcohol en sus vuelos, por el mal comportamiento de los viajeros borrachos. ¡Cuánta razón tenían! Estaba prohibido beber durante, pero no antes.
Ha sido el peor vuelo que he cogido en mi vida, con diferencia. El señor que me tocó a mi lado, un gordo que no cabía en su asiento, no paraba de echarse encima mía. Cada dos por tres, se agachaba y hacía cosas raras tapándose la cara con una bolsa. Por el ruido que hizo una de las veces, me di cuenta que en los bolsillos interiores de la chaqueta llevaba varios botellines de cerveza y que se los estaba bebiendo poco a poco. Lo del bar le debía haber sabido a poco. Tuve que cambiarme de asiento porque el toqueteo era ya impresentable y, por más que le decía que me dejara, él ni se inmutaba. Me quejé a la azafata, pero la pobre estaba peor que yo. Hasta le tocaban el culo mientras andaba por el pasillo. Y, para colmo, no cabía en el asiento. Así de encorsetados íbamos:
Con tanto beber, la cola del baño no paró en todo el viaje. La gente bebida y levantada en un avión es un peligro, lo juro. No paraban de vomitar y el olor era insoportable. Uno de ellos se mareó y se cayó en redondo en el pasillo. La azafata lo tuvo que levantar y llevar a su asiento para que se durmiera. Otro se echó la comida por lo alto, en plan cascada, y puso al de al lado lleno de espaguetis. Casi se lían a hostias, pero ninguno de los dos atinaba a pronunciar algo inteligible... Un desastre. Las horas de vuelo se me hicieron interminables. Cuando aterrizamos, tuvieron que ir despertando uno a uno a la mitad del avión, porque estaban durmiendo la mona.
Por culpa de los retrasos, llegamos muy tarde a Novosibirsk y no me atreví a bajar al centro por miedo a perder el avión. Estuve unas cuantas horas en el aeropuerto y cogí el vuelo a San Petersburgo. Esta vez mucho más calmada y cómoda.