La
verdad es que pocas cosas me han hecho tan feliz últimamente como mi llegada a
Santiago de Compostela. Con las rodillas destrozadas y quejándome mucho,
conseguí llegar y eso ya es todo un éxito para mí. Si hubieran sido más etapas,
seguramente no hubiera podido ni con mi alma. Pero siempre había algo que te
tiraba hacia delante.
La
verdad es que mi padre, el pobre, me tuvo que soportar lo suyo. Y es que él, ya
veterano, no era la primera vez que se enfrentaba a esto. Ya lo había
recorrido solo desde Roncesvalles. Y ahora repetía conmigo, pero con más años a cuestas y tirando de mí (que a veces yo no sé qué es peor 😅 ).
Cuando
ya no puedes más, pero quieres llegar al Obradoiro y, después, aguantar la cola
para coger la Compostelana… es una sensación emocionante, que nunca había tenido antes.
De hecho, cómo estaríamos los dos de felices, y cómo se nos notaba, que cuando
nos vieron aparecer en los mostradores para solicitarla, la mujer que nos
atendió se emocionó mucho de que fuéramos padre e hija, nos hizo una foto y… ¡Acabó
llorando! Y es que el Camino te deja unas emociones que no consigues entender
bien, porque no son comparables con otras vividas.
El
caso es que, con nuestros más y nuestros menos, lo conseguimos e hicimos muchos
amigos inolvidables por el camino. Compartimos experiencias y aprendimos mucho.
Atrás queda el queso, los dolores, las quejas y las noches de ribeiro. Y
adelante queda la esperanza de que el Camino no se acabe nunca y nos acompañe
siempre.