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Laos: Día 7 – Cómo es la Estación de autobuses de Luang Prabang


Mi viaje hacia Sayabouri 

Mi viaje hacia Sayabouri (o Xayabouri / Sainyabuli lo he visto escrito de todas estas formas) comenzó con un tuk tuk que me recogió en mi hotel para llegar a la estación sur de autobuses, desde donde salía el mío. Todo el mundo me dijo que ir por mi cuenta era arriesgado porque estaba lejos y porque los conductores se podían confundir de estación y, así, perder el viaje.

Así que reservé el autobús en una agencia de viaje del centro de Luang Prabang. Ellos gestionaron la reserva de billete y el tuk tuk. No me salió nada caro. El billete estaba numerado, genial para poder pillar un sitio decente.

Estación sur de autobuses de Luang Prabang:

Nada más llegar a la estación, precaria donde las haya, me indican dónde se encuentra mi autobús. Era el único en el que había occidentales. No había pérdida, todos íbamos al mismo sitio.


Mientras esperábamos a que se abriera la puerta, vimos como cargaban en el techo todo tipo de bultos, motos incluidas. Todo atado con cuerdas. Sí, sí, se veía muy seguro todo aquello…

El autobús:

Cuando por fin nos abrieron, todo el mundo se arremolinó y entró arrasando. Pero, si daba igual, si iban numerados (o eso pensaba yo). Cuando me tocó entrar, por fin, tuve que echar a dos jetas que se habían sentado en mi asiento.



El autobús había tenido épocas mejores. Todo estaba cubierto por una chapa y plástico rosa con flores, lleno de roña. Roña acumulada año tras año. Roña por todos lados. No se podía mirar bien por la ventana de lo sucio que estaba el cristal por dentro, con una especie de mocos… puaj. El techo era otro poema. Y tenía goteras. Y, sí, nuestro viaje fue pasado por agua.


Lo mejor de todo fue cuando empezó a entrar gente con unas sillitas de plástico, como los taburetes que usan en los bares de Vietnam, estos chiquititos, y los fueron acoplando en el pasillo. Pero no todo el mundo tuvo el privilegio de tener taburete, algunos fueron al suelo directamente.


El autobús iba lleno de gente, todos los asientos ocupados, todo el pasillo lleno de cabezas, y todo el techo lleno de trastos. Iba a reventar aquello. Yo no sé ni cómo andaba. Un ruido sospechoso que hacía el motor… y en las cuesta arriba se quedó parado un par de veces.


Nuestra vida estaba en manos de tres empleados: un conductor, que no paraba de reírse y hablar por el móvil; su copiloto, que era un niño de unos 7 años que no se estaba quieto; y un señor cuya función era: ¡sujetar la puerta! Sí, sí. Esa era su función. La puerta estaba rota y él se pasó todo el trayecto de pie sujetándola con una cuerda. Increíble. Y más cuando el niño va y se encuentra dos tornillos gordos de a saber dónde y se pone a jugar con ellos.



El viaje:

El olor era insoportable. Había que abrir las ventanas para despejar aquello, pero llovía y te mojabas (te mojabas más, quiero decir, porque las goteras ya hacían su función). Así que, un sin vivir de ahora cierro, ahora abro.

El paisaje era maravilloso, eso sí. Selva pura y dura. Lo poco que distinguía a través de la roña del cristal era maravilloso y virgen. A mitad del camino hicimos varias paradas sin sentido:

   ▪  Dos veces paramos para que dos viajeros les dejaran un paquete a unos que estaban esperando en la carretera a la intemperie, en mitad de la selva.

   ▪  Varias veces paramos porque alguien veía un puesto de fruta, verdura, o lo que fuera y empezaba a gritar desde atrás. Entonces el conductor paraba y ese alguien se bajaba a comprar. Era como si se le hubiese antojado en ese momento comerse un plátano y había que parar al ver un puesto. Cuando volvía de comprar a otro le daba envidia y también se bajaba… y así.

   ▪  Varias veces paramos para recoger a gente que estaba en mitad del camino, pagaba, se subía y los del pasillo se tenían que apretujar más para atrás.

    ▪  Una vez paramos a mear en la carretera, mujeres incluidas. Ahí, sin pudor ninguno.

Claro, cuando alguien quería bajarse para alguno de estos menesteres había un problema: el pasillo del autobús estaba repleto de cabezas. Éstos tenían que levantarse, sujetar su taburete (el afortunado que tuviera) en la cabeza y abrirse paso a empujones. Un ir y venir de gente… era ya de cachondeo, de verdad. Sobre todo cuando paramos a recoger a un viajero que venía tan contento con su tesoro: un bolsón de champiñones. Ni te imaginas cómo olía eso. Todo el mundo abriendo las ventanas a mansalva. Ahogándonos que estábamos. Preferimos inundar aquello de agua a morir por asfixia. Increíble. Se hizo eterno.

Pero tuvo su momento tierno también. Fue un momento para ver el paisaje, para ver auténticos publecitos, lejos del escaparate turístico de Luang Prabang. Allí puedes ver cómo vive la gente de verdad, cómo son sus mercados… y puedes estar más cerca de la gente (y de sus champiñones) y sorprenderte. Sí, sorprenderte. A mi lado, en el pasillo, se sentó un chico con taburete que llevaba un libro roto. No paró de estudiar en todo el viaje. El libro era de química orgánica y él no paraba de subrayar. Y se molestaba cuando se tenía que levantar para que alguien pasase por el pasillo, porque se lo estaba tomando muy en serio. Qué gran esfuerzo con tan poco. Estas son las cosas que al final te quedan del viaje. Qué pena que no tuviera más días, ni posibilidades de vivir más tiempo en el Laos auténtico y conocer mejor a sus gentes.



   ESTACIÓN DE AUTOBUSES DEL SUR (LUANG PRABANG)   
También se llama estación de Bannaluang
Teléfono: 071-252066
Carretera 13, km 383

Laos: Día 7 – Primer día en el Centro de Conservación Nacional de Elefantes de Sayaboury


Nada más llegar a la estación de autobuses de Sayaboury, lloviendo a cántaros, nos vino a recoger una furgoneta que nos llevó a un embarcadero precioso. Allí había un restaurante junto al lago, todo de madera. Habían hecho un apartaillo en su zona del lago para hacer un recinto cerrado de agua y poner un negocio de barcas a pedales. Pese a la lluvia, había gente en las barcas.

En el restaurante, en el que tan sólo estábamos los que íbamos al Centro de Elefantes, nos sentaron en una mesa de madera mientras mirábamos el impactante paisaje. Allí nos dieron de comer comida típica de Laos, muy especiada y algo picante.

Después de comer y de hacer algunas fotos, vino nuestro bote. Estábamos todos muy nerviosos, esperando con ansia ver ya a los elefantes. El viaje en barco fue único. En mi vida había visto un paisaje igual. Quedará en mi retina para siempre. Aunque llovía, daba igual. Estaba todo tan verde, tan puro, tan tranquilo. No había nadie en el lago, solo nosotros y el ruido de nuestro motor.



Cuando divisamos la orilla fue increíble. Unas cuantas cabañitas dispuestas mirando al agua. Un paraíso. Se me saltaron las lágrimas cuando por fin los vi. Allí estaban los elefantes, a pocos metros de nosotros, dándose un baño. 




El personal nos recibió con los brazos abiertos. Una amabilidad, una cercanía... Hablaban perfectamente inglés y estaban muy comprometidos con su tarea. Tan sólo los mahout hablaban poco inglés, aunque se esforzaban. 

Nos llevaron a nuestras cabañas y nos enseñaron las instalaciones. Las chozas tenían dentro dos camas con mosquiteras, perchas y un espejo. El porche era ideal, con tu hamaca para poder disfrutar tranquilamente del paisaje. Lástima que lloviera.




Los servicios son comunitarios. Hay varios en el centro y hay que entrar sin zapatos. Aunque cuando te acostumbras es mucho mejor ir andando descalzo por mitad de la selva. Así no hay problema con limpiarse los zapatos. Juro que, al final, acabarás yendo descalzos por comodidad. Yo me acostumbré en seguida. 

¡Qué paisajes! Todo envuelto en la neblina, daba un aspecto de ensueño.




Después nos enseñaron el comedor, bajo un porche, y nos fuimos a ver a los elefantes de cerca. Tras haberse dado su baño, estaban ya todo lo limpitos que pueden estar unos elefantes. Grandiosos. Nos enseñaron sus características, qué los diferencia de los elefantes africanos, cuáles son los objetivos del centro... Y nos hicieron una demostración de las tres formas que existen para subir a un elefante. 


Pronto, por fin, llegó el momento más esperado por todos. Tuvimos que elegir una de estas maneras y... ¡montarnos nosotros! Increíble, sin palabras. Jamás he estado en un lugar tan paradisíaco como éste y con tanta emoción. Una vez allí arriba, todo es impresionante. Parece mentira, estar tan alto y con un animal tan noble. 



Cuando acabó nuestro paseo, nos dieron una vuelta por el Museo del Centro. Allí nos fueron explicando algunos de los paneles que tienen expuestos haciendo mucho hincapié en la labor sensibilizadora que diferencia a este lugar del resto de los sitios de Laos en los que te puedes montar en elefante, y que no salen muy bien parados en cuanto a su conservación precisamente.


Al atardecer acompañamos a los elefantes al bosque para que se fueran a dormir. Los acompañamos por una cuesta tan embarrada y escurridiza, que ahí ya decidí que no usaría más los zapatos mientras estuviera en el centro.


Lavados y decentes, nos fuimos a cenar. Bajo el porche tuvimos la oportunidad de hablar con nuestro guía y de que nos contara cosas de su país y de sus costumbres. Las conversaciones más valiosas que puede tener un viajero. También descubrimos que era la primera vez que había tanto español en el centro, porque había una familia catalana también allí, que había elegido el programa de dos días. No era muy usual la presencia de españoles en Sayabouri, como nos dijo... otra española: una de las biólogas del centro. Ella había estado como visitante, luego como voluntaria y ahora trabajaba para el Gobierno Laosiano estudiando el comportamiento de los elefantes del centro. Se había quedado enamorada del lugar. El mundo es un pañuelo, y más cuando descubrí que encima tenía familia de Jaén. 


Durante la cena también hablamos con otros voluntarios y trabajadores del centro, que respondían a todas nuestras preguntas como si fuera una entrevista y es que todos estábamos ansiosos por conocer cosas de allí. Austríacos, franceses, españoles, suizos, neozelandeses y laosianos, todos compartiendo comida y velada. 

Después de un día tan intenso, nos fuimos rendidos a nuestras cabañas pensando en los elefantes que volveríamos a ver al día siguiente. 

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➤ Laos: Día 8 – Segundo día en el Centro de Conservación Nacional de Elefantes de Sayaboury






Dando la vuelta a la Indochina Francesa - Itinerario de viaje Vietnam, Laos y Camboya


Este año intentaré explorar un poco más Asia y recorreré durante 21 días la antigua Indochina Francesa, aunque mi visita se centrará un poco más más en las tierras vietnamitas.

Para ello iré en vuelo con escalas en París y a la antigua Saigón. Desde allí cogeré varios vuelos cortos y un tren nocturno para completar mi recorrido.

Más de 5.000 km visitando:

●  Ho Chi Minh.
●  Túneles de Cu Chi.
●  Delta del Mekong.
●  Siem Reap.
●  Templos de Angkor.
●  Luang Prabang.
●  Centro Nacional de Conservación de Elefantes de Sayabouri.
●  Hanoi.
●  Bahía de Halong.
●  Hue.
●  Las Montañas de Mármol de Danang.
●  Hoi An.
●  Vuelta a Saigón
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A ver cómo se da la cosa y esperemos que no me pille ningún tifón, ni me pique ningún bicho...   😕





Laos: Día 8 – Segundo día en el Centro de Conservación Nacional de Elefantes de Sayaboury


Me levanté tempranito, con toda la ilusión del mundo, para aprovechar bien el día. Levantarse y encontrarse con estas vistas desde el porche, es una experiencia única.



Después de una ducha y de recoger todo mi equipaje, para dejarlo todo listo, fui a desayunar a la zona común. Pan con mermelada, huevos revueltos, café, té… todo preparado para comenzar nuestro segundo día entre elefantes.

Para abrir boca nos dirigimos hacia el embarcadero para tomar una barquita estrechísima, en la que nos montamos seis personas. Estabas tan cerca del agua, y se tambaleaba tanto… Me gustó. En ella fuimos hacia un observatorio para ver uno de los milagros del centro de Sayabouri: una de las crías que están consiguiendo que nazcan aquí.


Vino acompañada de su madre y de su mahout. El vínculo entre el mahout y su elefante llega a ser tan fuerte que, cuando el mahout se muere, el elefante se pone triste y llora… increíble.

La cría estaba poco participativa porque no le gustaba la llovizna que estaba cayendo y sólo quería estar con su madre, escondiéndose debajo de sus piernas. Cuando llegó el momento del baño, gruñía porque quería irse al bosque. Y eso que nos dijeron que le encantaba el agua, nadar, bucear y jugar en el lago. Aun así, fue maravilloso.






Después de hacer cientos de fotos y de disfrutar en silencio de esos preciosos momentos, cogimos de nuevo la barquita para volver al centro y juntarnos con el resto de visitantes. La siguiente parada fue para encontrarnos, de nuevo, con los elefantes y aprender hoy unas lecciones básicas de cómo guiar a uno de ellos. Ve hacia delante, párate, gira a la derecha, agáchate para que me pueda bajar… El elefante sabía perfectamente lo que tenía que hacer al escuchar nuestras indicaciones y las de su mahout.








Una vez saciados de los paseos (que es lo que más nos gustó a todos), pudimos estar más tiempo con ellos acariciándolos y dándoles de comer.


Al rato llegó una voluntaria neozelandesa que se encargó de enseñarnos el hospital y de explicarnos las actuaciones que llevaban a cabo allí. Vimos cómo les limpiaban las pezuñas, cómo los medían… y acabamos delante de un gigantesco esqueleto para ver cómo eran sus huesos.


Desgraciadamente, tuvimos que volver al porche a tomar nuestra última comida allí y coger la furgoneta que habíamos alquilado entre la familia catalana, una pareja de suizos y nosotros. Nos salió tan barato como si hubiéramos cogido el autobús, porque repartimos los gastos entre todos. Y sin el apuro de que te pudiera tocar viajar en el pasillo del bus (en taburete de plástico o en el suelo).

Mi visita a Laos no hubiera tenido sentido si no hubiera venido aquí. Fueron tan sólo dos días y me arrepiento de no haberme podido quedar más. Aprendí tanto y vi tantos paisajes salvajes, que lo echo de menos. Es como si me llamara para que volviera pronto, sobre todo cuando me levanto y está lloviznando. Entonces me acuerdo de mi elefante y sonrío.