Khuzir
es un asentamiento muy pequeñito, con poco que hacer más allá de ser el punto
de partida para realizar rutas por la isla. Empecé a andar por los caminos
de tierra que son sus calles con mi mochila a cuestas.
El
pueblo tiene un museo, una pequeña iglesia, varios supermercados, tiendas de
souvenirs y muchísimos restaurantes. Hasta hay un puesto de reparto de comida a
domicilio (increíble en un pueblo de cuatro calles).
Llama
la atención que no tuvieran teléfono, radio, ni internet hasta hace muy poco.
En el 2005 les llegó todo a la vez. Sin embargo, aún no tienen red eléctrica,
ni un sistema de alcantarillado, ni de recogida de basura eficiente. Las casas
se nutren de sus propios generadores, almacenamientos del agua de la lluvia y
pozos ciegos para los aseos. En el Centro de Vacunación Internacional de Madrid
me dijeron que, por eso mismo, no me fiara de tomar nada de verdura que
fuera producido allí. Por lo dudoso del riego con agua adecuada. Al final me vería obligada a saltarme esa norma.
Debido
a mi desafortunado viaje hasta Khuzhir, llevaba sin comer en
condiciones todo el día. Así que me paré en el café que estaba más lleno de
todo el pueblo: Dalai. Un joven chino atendía las mesas con calma (en Khuzhir
todo se hace con mucha calma). Sabía hablar inglés perfectamente y, además, tenían
una carta para extranjeros. Fue una muy buena elección y me hinché a comer
por muy poco dinero.
Continué
mi camino entre vacas y polvo y visité la iglesia por fuera y su
pequeño museo. Hice un alto en varias tiendas para comprar souvenirs y en
todas ellas me aceptaron la tarjeta de crédito. Hasta vi una competición infantil de boxeo.
Dejando
atrás las casas, llegué al Cabo Burhan, uno de los nueve lugares sagrados de
Asia. En lo alto hay unos lazos chamánicos que anuncian el lugar. Según una
antigua leyenda buriata, los hijos del Dios Tengris, bajaron desde el cielo
para juzgar los actos de los humanos. El mayor y el más fuerte de ellos, Han
Khute-baaby, eligió la cueva que hay en este cabo para vivir. Durante mucho
tiempo, no se le permitió a nadie que no fuera chamán entrar a la cueva. Ésta
mide 12 metros de largo y 3-4 de ancho. Allí se siguen celebrando rituales
sagrados.
Por un
sendero pequeño, accedí a la cala del cabo y estuve haciendo unas cuantas
fotos.
Al otro
lado del cabo, por otro sendero, caminé hacia la playa de Saraisky Bay. En ella
había muchos valientes bañándose, porque estaba bastante fría, y varias tiendas
de campaña. A pesar de que había carteles instando a ser respetuosos con la
naturaleza y hay tantas personas que van a Olkhon en busca de espiritualidad,
cerdos hay en todas partes, y aquí no faltaba basura arrinconada entre las
piedras.
En
mitad de la playa encontré algunos remolques con chimenea que resultaron ser
banyas, saunas improvisadas, en las que podías entrar previo pago. La gracia
estaba en entrar un rato y salir corriendo acalorado a bañarte en las frías
aguas del Baikal. Curioso.
Después
de un largo y tranquilo paseo por la playa, disfrutando del agua y de la
vegetación próxima a la playa, volví a Khuzhir.
Allí visité el supermercado más grande del pueblo. En él podías encontrar de todo y a un
precio irrisorio. Chucherías, dulces, alcohol, té, noodles… Y aceptaban tarjeta
de crédito. Hasta ahora había oído que en Khuzhir no la aceptaban en ningún
sitio y que tampoco había bancos, ni cajeros. Lo último es cierto, pero lo
primero no. Me la aceptaron en los restaurantes, supermercados y tiendas de
souvenirs.
Me sorprendió
lo bien vigilado que estaba Khuzhir por la noche. No paraba de dar vueltas un
coche policía y, cada poco tiempo, paraba a los conductores para pedirles la
documentación.
En
mitad de la calle en la que estaba el supermercado, vi un montón de gente
agolpada y escuché música. Me acerqué y resultó ser un concierto de
música tradicional buriata. Los músicos estaban tocando y cantando en la
terraza de un restaurante, pero para toda la calle. No hacía falta consumir
nada. Luego me contaron que en verano tocan casi todas las noches, sobre todo
en fin de semana. Fue una curiosa sorpresa.
Pasé
por delante de un local extraño, oscuro y en el que se veía gente acostada en
cojines como si tuvieran la cogorza de su vida, y en el que anunciaban sishas
en la puerta, y busqué otro restaurante para comerme otro cheburek, muy
típico de la zona. Así terminó mi primer día en Olkhon, después de la
odisea que había vivido hasta llegar allí.
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