A la mañana siguiente tenía que
tomar un vuelo muy temprano en el Aeropuerto Internacional de Gimhae. Bajé a la
recepción de mi hotel y el hijo del dueño me atendió con una gran desgana. Le
pedí que si me podía reservar un taxi para las 4’30 – 5’00 de la mañana, porque
desde las aplicaciones del móvil me pedían registrarme y los datos de la
tarjeta de crédito y no quería darme de alta en ninguna de estas empresas coreanas.
El chico bostezó e hizo como que no me entendía (por la mañana había hablado perfecto inglés conmigo). Seguí insistiendo y me dijo
que no podía hacer nada porque los taxis no funcionaban tan temprano.
Tan decepcionada me quedé que me
puse a dar vueltas por las cercanías de Busan Station a ver si veía algún taxi
y lo reservaba in situ. Pero, al ser tan tarde, no pasó ninguno.
Aún estaba a tiempo, así que cogí
todas mis cosas, hice el check out y me fui en el último metro al aeropuerto. Pensé
que sería mejor pasar unas cuantas horas de noche en el aeropuerto, que
arriesgarme a que no pasara ningún taxi a esa hora y perder mi vuelo.
En el metro todos parecían zombies
enganchados a una pantalla.
Llegué al aeropuerto y me senté en
el hall. Al poco rato, un guardia vino y nos echó a todos los que estábamos
allí. Nos quedamos en la puerta y los taxis empezaron a acercarse insistiendo en
que nos llevaban al centro. Justo de donde yo venía.
Muchos de los que habían estado en
el hall conmigo acabaron cogiendo un taxi y unos cuantos nos quedamos pensando
qué hacer. De repente, la luz de la entrada del aeropuerto se apagó y sólo se
quedaron encendidas las farolas. Un taxista que sabía inglés vino y me dijo que…
¡el aeropuerto cerraba por la noche! Era la primera vez que veía un aeropuerto
tan importante que cerrara de noche. Me aconsejó que me fuera de allí en cuanto
pudiera y me señaló dos coches de policía que acababan de venir y que estaban
patrullando la zona. Recordé mi mala experiencia con la policía de Moscú y me acojoné.
Le conté el problema que tenía y se
comprometió, por un módico precio, a llevarme a un hotel cercano y a regresar a
por mí a las 5’00 para llevarme al aeropuerto de nuevo.
No tenía otra opción. De reojo miré de
nuevo a los coches de policía y me metí en el taxi. Acordé con el taxista que
le pagaría la mitad de lo que me había dicho y que la otra mitad se la daría a
la mañana siguiente cuando me recogiera. Asintió y puso rumbo al hotel.
Acabé en un polígono. El taxista
paró el coche en una pequeña casita llena de luces. ¡Bien! Había llegado a lo que
en mi tierra parecería un puticlub.
Cómo son los Love Hotels Coreanos
Los Love Hotels empezaron a hacerse
famosos en Japón por ser hoteles discretos, cuyas habitaciones se alquilaban
por horas y en los que no había ningún contacto (ni siquiera visual) con el
personal que allí trabajaba. Poco a poco se fueron extendiendo por otros países
y Corea no iba a ser menos.
La principal característica de estos
hoteles es su compromiso con la discreción. Muchas veces hay en el hall una
máquina con fotos de las habitaciones y sus precios y se pagan allí mismo, sin
que intervenga ningún personal. La máquina te da la llave de la habitación y
subes sin ver a nadie. Están pensados para parejas que no quieren ser vistas
entrando a un sitio así. Allí no hay putas. De hecho, allí no ves a nadie.
Hay habitaciones normales y otras
tematizadas. Las luces estridentes o discretas de neón lo inundan todo y suele
haber un tocador con gomina, laca, pañuelos, cepillos… En la tele hay canales
para adultos y se pueden alquilar películas.
Cuando llegué al hotel, el taxista
me acompañó al interior al ver mi cara de asombro. Entramos y me quedé a
cuadros. Estaba nada más y nada menos que… ¡en la casa de un loco obsesionado
con Hello Kitty! Todo, absolutamente todo, estaba lleno de objetos de Hello Kitty:
lámparas, paredes, cuadros, figuritas por doquier, un sofá... hasta el techo estaba
decorado así. Y en medio de todo: máquinas de condones, de tangas, de pelis
porno… Nada tenía sentido entre esa amalgama de cosas.
El taxista se acercó a recepción,
que consistía en un mostrador con una ventana cuya persiana estaba echada. Tocó
una campanilla riéndose y una voz de mujer muy amable sonó detrás. El taxista
contestó y la persiana se subió. Pero la voz no era de una mujer, era de un
hombre medio disfrazado de Hello Kitty. Esto ya estaba resultando surrealista total.
El hombre se
puso a hablar con el taxista. Acordaron algo, éste se fue y el recepcionista
hizo lo que pudo por hablarme en inglés. Que lo sentía mucho y que era una pena
todo. Dando pequeños saltitos por el pasillo, me llevó al ascensor y me dio la
tarjeta de mi habitación, insistiéndome en que me tenía que quitar los zapatos antes
de entrar. Educación, ante todo.
A casi oscuras, a través de pasillos
iluminados sólo con tenues luces azuladas y rojas, llegué a mi habitación. Me
quité los zapatos y… ¡tachán! Me encontré con tres camitas coreanas en el
suelo. ¡Tres! Y un pedazo de jacuzzi en el baño. Todo limpísimo. Ya hubiera
querido yo que mi último hotel hubiera estado así.
Nada más cerrar la puerta, llamaron.
Me asusté muchísimo. ¡Mira que si venía alguien más a dormir allí! Pero no, era
el recepcionista. Vio que tenía los zapatos quitados y sonrió muy orgulloso. Me
dijo, muy apurado, que lo perdonara porque se le había olvidado darme el set de
la habitación. ¿?
El set de la habitación consistía en
un neceser con una cuchilla de afeitar, cepillo y pasta de dientes, peine y
toallitas íntimas. Ya me estaba partiendo de la risa.
Le pregunté que si iba a venir
alguien más a la habitación y me miró muy sorprendido. No sé qué se pensó. Me
dijo que no, pero que no tenía más habitaciones libres y, como lo mío era un
asunto especial, me había hecho el favor de alquilarme esa.
Me despedí de él y me fui a dormir las
tres horas que me quedaban ya para que fueran las 5’00 de la mañana.
Justo a esa hora, bajé a la puerta
del hotel. Salí y no había nadie esperándome. Esperé y esperé y a las 5’30,
desesperada, fui a recepción y empecé a aporrear el timbre. El taxista me había
engañado. El recepcionista salió muy asustado. Se dio cuenta de lo que pasaba y
empezó a dar vueltas por el pasillo, corriendo y saltando de un lado a otro
mientras decía cosas en coreano. Le faltaban las alas, os lo juro, para salir
volando. Yo ya no sabía si llorar o reírme con lo que estaba viendo.
Cuando se calmó (él estaba más
nervioso que yo), cogió su móvil y me dijo que si me llamaba a un taxi. Le dije
que sí y me dijo que lo esperara en la puerta, que iba a tardar 10 minutos. Salí
a la puerta y, al poco rato, volvió a salir el recepcionista para enseñarme en
el móvil por dónde venía el taxi, para que viera que él si era decente y que
era verdad lo que me había dicho. Se despidió de mí con un efusivo movimiento de
mano y se volvió al hotel pegando saltitos.
Al poco vino mi taxi, me llevó por
fin al aeropuerto y me cobró muchísimo menos que lo que le debía al taxista que
me había dejado tirada.
No perdí mi vuelo, pero fue una
noche de locos y de risa.